Nunca pensé que elegir mi vestido de novia sería tan difícil.
Desde niña imaginaba ese momento como en las películas: yo entrando a una boutique preciosa, probándome un par de opciones y encontrando “el indicado” en cuestión de minutos. Pero la realidad fue otra.
En la primera tienda, todo era emocionante. En la segunda, todavía sonreía. Pero después de probarme más de diez vestidos, empecé a sentir que nada me quedaba bien. Algunos eran hermosos, sí… pero no me hacían sentir nada. Me veía bonita, pero no me reconocía.
Escotes de corazón, cortes princesa, brillos, encajes, capas, colas largas. Todos estaban bien, pero ninguno era yo.
Una tarde, sin ganas y sin expectativas, entré a un atelier pequeño, de esos que parecen no tener nada que ver con Pinterest. Había un vestido en una esquina, sin lentejuelas, sin tul, sin pretensiones. Lo tomé sin pensarlo mucho.
Cuando me lo puse, algo cambió. No me vi como una princesa. Me vi como yo, pero una versión mágica, más segura, más feliz. Me miré al espejo… y lloré.

No porque fuera perfecto según las revistas, sino porque me sentí cómoda, auténtica, hermosa… completa.
Ese día entendí algo que ahora le diría a cualquier novia:
El vestido perfecto no es el que todos aplauden, ni el más costoso, ni el que soñaste cuando eras niña.
Es el que te hace sonreír con los ojos llenos de lágrimas.
Es ese que no necesitas explicar.
Es el que te hace sentir tú.
